París

El libro de las distancias: Paris. Un libro en el quartier latin

Atardecer en París. Febrero de 2013. Atardecer en París. Febrero de 2013.

Yo aún no sabía que llovía ni que el frío era ya el frío profundo y penetrante de los inviernos de París. Apenas llevaba cuarenta y ocho horas en la ciudad, había pasado el día en otros asuntos —obligaciones indoors—, y ya entrada la noche corrí al RER porque quería acercarme a Saint-Michel, brujulear por la zona y comprar una agenda del año 2016 para Alicia, de muelle, tamaño A5 más o menos, un día por página para tener espacio suficiente. Escuchaba el transitar del tren desde el silencio interno del vagón sin nadie, miré hacia la Tour Eiffel al cruzar el río hacia el Champ de Mars y pensé que me apetecía pasear por París. Pero cuando llegué a la puerta de la librería Gilbert Jeune hacía frío, era muy tarde y estaban ya cerrando. Me ha tomado la costumbre de llegar tarde a los sitios. Cuando no se retrasa un vuelo, se ponen en huelga los trabajadores del ferrocarril, sucede que refuerzan la seguridad del aeropuerto y llego al embarque con la hora justa, me atrapa una obligación pantanosa o se adelantan los relojes para dejarme mal y llego a destino tarde aunque solo sea por unos minutos, los justos para ver como cierran el local al que iba o cómo se va el metro que quería coger. Entro, por ejemplo, a una cafetería junto a la Seine, en la orilla izquierda y bohemia de la ciudad de la luz buscando un espresso a emporter para turistas con mapa y cámara de fotos, pero la negrura gélida de la noche del invierno de París ha dispersado a casi todo el mundo, y el camarero me dice que está cerrado a la vez que mira de reojo a la cafetera recién limpiada.

Aunque había pensado en cruzar caminando hacia la Île de la Cité y allí coger el metro, como llovía y el frío calaba, ni siquiera me acerqué al Petit Pont que cruza hacia Notre Dame. Me colé por la Rue du Chat-Qui-Pêche y volví hacia el Boulevard Saint-Michel. Pensaba en cenar algo pero no veía nada que me apeteciera. Quería más guarida que vianda, evitar el frío, retrasar el momento de cruzar París en metro y volver solo al apartamento en las afueras. Por suerte la librería Boulinier estaba abierta, nadie guardaba la puerta para impedir el paso, dentro había gente comprando y en los stands de la puerta aún se veían buscadores de novelas de ocasión. Creía recordar haber visto un poco de todo en un viaje anterior: discos de vinilo, compact-discs de los de antes, novelas de toda clase ¿Había también una pequeña sección de papelería? ¿Podría encontrar la agenda? Como poco, entraría en calor y me entretendría viendo libros. Era una buena forma de matar el tiempo.

Subí una escalera de caracol y me vi en una planta dedicada al bédé: títulos en francés, cómic americano y japonés traducido, tomos de novela gráfica en francés, Spirou, Asterix, pero también libretos de Marvel. Algunas paredes estaban decoradas con láminas de Moebius y de Juanjo Guarnido. Me acerqué a una estantería atraído por unos tomos de lomo rojo de algo menos de un centímetro de grosor con letras negras y leí los títulos: Les Cigares du Pharaon, Le Lotus Bleu, Le Sceptre d'Ottokar, On a marché sur la Lune... Todos firmados por Hergé dentro de la colección de Tintin. Los cojo, los ojeo, leo algunas viñetas en francés: «Sans-génie! ... Robineux! ... Suce-la-cenne! ... Mouche-à-chevreuil! ... T&eacoute;teux! ... G&eacoute;rant d’estrade! ... Heu... jocrisse! …». Y en el estante de al lado veo las mismas historias pero en una edición diferente: el lomo encuadernado en tela, los volúmenes con un doble precinto de plástico. Tomo uno de ellos y veo la contraportada primero: anuncia varios álbumes de Hergé, nueve de Tintin y tres de Quick et Flupke. Lo giro y en la portada aparecen Tintin y Milou con gesto de exclamación ante una seta gigante de color rojo y blanco. Es L'Étoile Mystérieuse.

En mi condición de turista y de aprendiz tardío de francés, tuve que comprarlo, ese y Vol 714 pour Sydney. Quizás estos dos tomos, junto con On a marché sur la Lune sean los que más carga de ciencia ficción tienen de toda la colección de Tintin. En L'Étoile Mystérieuse, la historia comienza con un extraño aumento de temperatura y una estrella que se acerca peligrosamente a la Tierra mientras un predicador anuncia el fin del mundo. En Vol 714 pour Sydney, Tintin, Haddock y Tornasol realizan su viaje más largo, hacia las antípodas, en una aventura que mezcla retazos fantásticos, humor y un azar aparentemente narrativo pero que en realidad es cotidiano. Gracias a ese azar que provoca un encuentro fortuito en el aeropuerto de Jakarta, los protagonistas deciden no subir jamás al Vuelo 714 para Sydney y tomar otro camino.

Me he acordado de un tiempo en el que pensaba en París como un escenario literario, una ciudad para una falsa bohemia que en realidad podía suceder en cualquier parte —Saint Germain, Malasaña, el Albaycín—, pero también como el ideal inalcanzable de las cosas que no llegan jamás, el porvenir idealizado del que se tiene noticia porque le sucede a otros que quizás tengan más mérito o más suerte, aquellos que viven de manera cotidiana esos mismos momentos que otros solo podemos encontrar en la ficción del cine y de las novelas. Pero hay un disfrute inigualable en la ficción. Cuando despegué de Madrid la borrasca de abajo era de un color blanco luminoso y el cielo tenía una limpieza imposible. Se hizo de noche durante el vuelo y, al aterrizar en Orly, París era un mar negro en el que las naves se orientaban guiadas por la luz giratoria del faro de la Tour Eiffel. Volar sigue siendo una película de ciencia ficción, un acto milagroso en el que uno se ata a un sillón que se alza hacia el cielo e inexplicablemente casi nunca se desintegra al caer al suelo, y aún más: el hecho extraordinario de no perderse con las prisas por los corredores del aeropuerto, esperando en salas, cruzando terminales, realizando incursiones en pasillos retráctiles a los que las azafatas llaman fingers.

Todo viaje es una ficción: un habitante de un barrio pasea de repente por una ciudad que no es la suya, en un país de idioma extranjero, y al encontrarse con un libro imagina un escenario ciertamente irreal —si se me permite—, pero mezclado con este otro escenario, el que parece ser más sólido, del teatro del mundo.

Tuvieron que pasar muchas cosas para que entrara a la librería Boulinier la otra tarde, cosas que de ninguna manera yo elegí: la meteorología, los controladores aéreos, el tren con retraso, la agenda de obligaciones. Yo podría no haber viajado nunca a París, no haber visto esa otra ciudad tangible en la que la vida sucede como en cualquier otra parte y en la que eso que llaman romanticismo es solo parte de un guion de cine. Ese mismo azar literario que lleva sin posibilidad de elección a los personajes de una historia de ficción por derroteros incontrolables es el mismo que se adueña de cada instante para llevarnos al siguiente cautivos de la suerte como un dado que gira en el tapiz.

En el barrio latino ya se prendían, seguramente, los tonos de un concierto de jazz. En un París que no es el de la torre Eiffel de las postales, que alguien diría que es el París auténtico, el París París, imagino lo que sucede en una habitación de cualquier apartamento cercano al boulevard Saint-Michel: se enciende un gramófono, se abre un libro de poesía, se escancia el licor en un vaso, se habla como si se hubieran detenido los relojes, el universo se condensa en una voluta de humo, se expande y se deshace, y se vive el instante con la misma intensidad con la que se fuman cigarros en los que arden las virutas de tabaco de un tiempo que pertenece, en el fondo, a una postal, a otra diferente, las brasas de una época que ya pasó. Como en Vol 714 pour Sydney, en la vida real se mezclan el azar y la ficción con la imaginación y la verosimilitud. Pero todo es un lugar común, una imaginación literaria que como tal merece una crónica escrita: esta crónica escrita.

Pagué con tarjeta de crédito. En la calle el frío arreciaba, eran ya cerca de las nueve de la noche, la hora de cenar española tan lejana del almuerzo francés, y la matemática del tiempo había cultivado ya a esa hora un apetito tangible, no ficticio en absoluto. Los ecos del París de las ficciones de otros se disolvieron como la lluvia en el asfalto, acaricié la bolsa de la compra con mimo infantil y fui hacia la orilla de la Seine a perderme en los túneles del metro.

G.G.Q.
Madrid, 15 de enero de 2016