Autobiografía
Los primeros periódicos (1983)
Nací en Granada en 1983. Me crié en un barrio dedicado a Miguel de Cervantes. Aquello eran entonces las afueras de la ciudad. Hoy está muy cerca del centro. Mi primera casa estuvo en la calle Dulcinea del Toboso y unos años después me mudé a la Avenida de Cervantes. El callejero de mi barrio tienen la resonancia caballerosa y fantástica de los nombres cervantinos: Alonso Quijano, Beltenebros, Licenciado Vidriera...
Me han contado que aprendí a leer con la tipografía de imprenta del periódico Ideal que mi abuelo compraba cada día: salía cada mañana vestido traje y recién afeitado a hacer recados al centro y, a veces, de vuelta, traía de regalo un cuento o un tebeo. Al llegar a casa se quitaba la chaqueta y se sentaba en su sillón, en batín y aún con la corbata puesta, y me cogía en brazos. Yo leía y escuchaba sus historias. Así supe que de niño, en el pueblo, cazaba grillos orinándoles el nido. También de niño luchó en la Guerra en contra de su voluntad.
Conservo conmigo algunos de aquellos libros y una de sus corbatas.
Aterrizaje en la Luna (1989)
Estudié en el colegio Ave María de la Quinta. Allí leí por primera vez un álbum de Tintín: Aterrizaje en la Luna. También devoraba los libros de El barco de vapor que prestaban en la biblioteca del colegio.
El último año que estuve allí, en octavo de EGB, también empecé a programar software. En mi casa había un 386 que duró más de una década en el que había instalado algún curso de mecanografía de los de antes y el indy3 —a los juegos los llamábamos por el nombre de la carpeta de MS-DOS en la que estaban instalados—. Mi padre y mi profesor de matemáticas, don Eulogio Palenzuela, me enseñaron mis primeros rudimentos de programación. Creo que los dos fueron profesores de la vieja guardia con mucho interés por las nuevas tecnologías y ambos escribían sus propios programas. Si esto no hubiera sucedido, mi vida hubiera sido otra.
Entre Machado y Juan Ramón Jiménez (2001)
Pasé unos meses en la facultad de ciencias estudiando física, pero pronto lo dejé. Era la primera mañana después de las vacaciones de Navidad. Iba andando a la Facultad, en el campus de Fuentenueva, y a mitad de camino, por Puerta Real, pensé que aquel no era el lugar en el que yo quería estar. En vez de bajar calle Recogidas hacia Puentezuelas, decidí subir por Reyes Católicos y acabar por perderme unas cuantas horas por el Albaycín. Recuerdo que llovía y que iba escuchando un disco de Radiohead. Nunca más volví a aquella facultad, aunque sí a otras. Mi vida universitaria ha estado repleta de largos paseos por Granada y largas horas en los bares del centro de la ciudad.
Por aquella época leía mucho a Paul Auster, a Juan Ramón Jiménez, a Machado. Escribía y me leían algunos amigos. Tenía trabajos basura, iba y venía, toqué en un par de bandas de rock con algunos amigos. Ya no toco, pero me sigue gustando escuchar de vez en cuando un Marshall a válvulas.
Así pasaban los días. Me aficioné al flamenco gracias a un casette de mi madre, Sacromonte de Enrique Morente, y de ahí pasé a Camarón. El flamenco y el jazz llegaron a la vez a mi vida: el verano de aquel año fue cuando escuché por primera vez A Love Supreme de John Coltrane. Mis amigos y yo intercambiábamos cedés y quedábamos para escuchar música. Las casas discográficas inventaban mecanismos absurdos para abrir las ediciones de lujo de algunos discos.
Recuerdo de entonces un día en que mi madre hizo paella para comer. Estábamos mis padres, mi hermana y yo quitando la mesa justo a la hora del telediario y entonces lo vimos: un rascacielos de Nueva York donde se acababa de estrellar un avión. Era el 11 de septiembre de 2001.
En marzo de 2003 viajé por primera vez a Inglaterra y me convertí definitivamente en extranjero: me movía por Londres con torpeza provinciana y me esforzaba por convertir mi inglés de academia en una lengua que sirviera para algo: el inglés del restaurante de comida rápida, el de la fiesta privada en una casa de estudiantes, y por último el inglés de negocios de las multinacionales en las que he trabajado.
Estudié un par de años de Traducción e Interpretación de Francés y luego lo dejé porque el horario de mi trabajo de entonces coincidía con las clases. Fue entonces cuando leí a Aldous Huxley, a Baudelaire y a Boris Vian y descubrí a los poetas románticos de la dinastía Tang. En poco tiempo hice buenos amigos. A algunos me los he ido cruzando tiempo después por lugares inverosímiles, a otros no los he vuelto a ver.
La vida con la historia (2008)
En 2008 me fui a vivir a Extremadura con Alicia. Nuestra primera casa estuvo en Plasencia. Era un piso amplio y luminoso en una zona nueva de la ciudad. Mientras buscaba trabajo, pasaba las mañanas leyendo y escribiendo cuentos. Vivíamos sin internet en casa, así que hice de la biblioteca municipal mi oficina. Fue entonces cuando empecé a escribir, aún sin saberlo, El libro de las distancias.
Después de unos meses en Plasencia, nos mudamos a Los Santos de Maimona. Yo trabajaba en casa, en una calle que desemboca en el camino del cementerio. Algunas tardes libres paseaba por ese camino de huertas y vaquerías solitarias que llega hasta Villafranca de los Barros y desde el que se ve Feria.
Cuando teníamos tiempo salíamos de viaje en coche. En los nombres de aquellos lugares que se volvieron cotidianos sigo encontrando una música exótica: Las Hurdes, el valle del Jerte, Jarandilla de la Vera, la Siberia. Me acostumbré a llevar un cuaderno conmigo y escribir sobre todo lo que veía. Leía libros de historia y geografía de autores extremeños. Aprendí que la historia es eso que le pasa a la gente.
Madrid (2013)
Me vine a Madrid por trabajo. Durante unos años viví entre Madrid y París y viajaba con frecuencia a Granada y a Badajoz. Tuve la suerte de trabajar en un entorno en el que todos éramos distintos. Cristianos, musulmanes, judíos, budistas, ateos, gente de todas las razas y todas las condiciones trabajando en un mismo proyecto. Recuerdo con horror el invierno gris y frío de París y con nostalgia los fines de semana visitando el Louvre. Con los años, terminé hablando un francés de inmigrante de extrarradio que luego he perdido.
No puedo dejar de tener la sensación de que todo esto es lo que me ha pasado, no lo que yo he elegido. Una cosa ha lleva a la otra y al final es el azar el que escribe tu biografía.
Óliver y Emma (2017)
En julio de 2017 nació Óliver. El año 2020, que para muchos ha sido «el año de la pandemia», para nosotros es, desde febrero, el año en que nació Emma. Ahora las cosas suceden mucho más rápido que antes. Viajo menos y ya no me mudo de casa. Vivimos los cuatro, Alicia, los niños y yo, en nuestro piso en Vallecas. Cumplo con mi oficio, como decía Pablo Neruda, y cuando las obligaciones me lo permiten leo y escribo.
G.G.Q.
Madrid, enero de 2021
© Foto de cabecera: Antonio Becerra, 2021.
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