El libro de las distancias: el alma de Londres
Viajo a Londres y salgo a la calle con la misma sorpresa alelada de siempre, como un niño de la mano de su madre entre la muchedumbre, enamorado de la arquitectura de los edificios victorianos, de la penumbra de hogar profundo de sus días nublados, del flujo del tráfico que, al correr al revés que en España, genera una confusión parecida a la incoherencia delatora de un sueño. Voy extasiado por el exotismo de cualquier cosa: son extrañas las marcas viales y la piedra del bordillo de las aceras, y cuando pasa una ambulancia lo hace por el carril contrario, a toda velocidad, vestida de rayas de colores chillones. En el distrito céntrico de King’s Cross he visto en la puerta de lo que parece un pub de pueblo una cola interminable de jóvenes que aguardan como si fuera la discoteca de moda de la ciudad, a unos pocos metros unos hombres de origen indio o pakistaní regentan una frutería. En las ciudades en las que he vivido yo las fruterías las llevan gentes del barrio, del barrio de toda la vida.
Londres absorbe a cualquiera con la voracidad de torbellino de las grandes ciudades —es la gran ciudad europea—, incluso al visitante que camina por primera vez por sus calles con el despiste del turista: en el metro, las indicaciones son clarísimas; en las recepciones de los hoteles o en los albergues más sucios, incluso en las tiendas de comida rápida bajo el influjo del estrés, los trabajadores, los recepcionistas o cualquier persona que uno se cruce, suelen hacen un intenso esfuerzo por entenderse con alguien que apenas chapurrea unas palabras en un lastimoso inglés de acento andaluz. Leo estos días un libro de Ford Maddox Ford que me conquistó solo con el título, The Soul of London:
It is that oblivion, that “being no more seen”, that is, in matters human, the note of London. It never misses, it never can miss anyone. It loves nobody, it needs nobody: it tolerates all the types of mankind. It has palaces for the great of the earth, it has carnnies for all the earth’s verniin.
La primera vez que pisé Londres un olor familiar pero novedoso me despertó cierta curiosidad golosa: las cookies inglesas, tienen un olor dulce a horno, una sensación acogedora de tarde de invierno que se recupera ahora, en casa, cuando Alicia prepara galletas de mantequilla con su propia receta. Olía a Millies Cookies en una tarde nublada de marzo, en el primer día que pisé la ciudad, y al primer bocado la mezcla del sabor de la vainilla y el chocolate fueron, más que un descubrimiento, una reminiscencia de la niñez.
Hoy viajo a Londres con la imaginación y las imágenes se deshacen como si el material que lo compone todo estuviera disuelto en esa humedad invisible que todo lo cubre y al tocarlo con la yema de los dedos se fuera a desgranar como un terrón de azúcar húmedo. Confundo las fotografías que tengo en la memoria con las que he visto en otros libros: la Victoria Station de uno de los pasajes finales de The Importance of Being Earnest, las calles que recorre el espía de The Secret Agent de Jospeh Conrad, e incluso los cielos se han contagiado de los colores de la puesta de sol de The Man Who Was Thursday de C.K. Chesterton.
The suburb of Saffron Park lay on the sunset side of London, as red and ragged as a cloud of sunset. It was built of a bright brick throughout; its skyline was fantastic, and even its ground plan was wild.
Los azulejos de la estación de metro de Baker Street tienen el perfil del gorro y la pipa de Sherlock Holmes, pero yo no recuerdo haberme bajado aquí, ni haber pasado cerca del museo. Si me monto en un taxi me parecerá que conduce temerariamente deprisa, si camino corro el peligro de no calcular bien la distancia y pensar que dos puntos que puedo abarcar con la mano en el mapa están a una caminata de distancia cuando en realidad están muy alejados. Descubro que lugares que yo pensaba que eran de barrios diferentes, incluso de ciudades diferentes porque los vi en viajes distintos, están en realidad a la vuelta de la esquina. De Embankment a Leicester Square hay solo diez minutos a pie, y de ahí a Covent Garden hay solo cinco minutos más.
En todos mis recuerdos británicos hay algo de presencias que ya no están: una cocina en la que huele a especias, donde alguien ha estado cocinando comida india y ha dejado algunos platos en el fregadero; alguien que fui yo y que ahora me es completamente ajeno estuvo buscando por las tiendas de Londres discos que no se podían encontrar en Granada; existe también el vacío que ha dejado el posible yo en el que nunca me llegué a convertir, el treintañero con americana y zapatillas deportivas, despeinado con alevosía, que carga una mochila ligera y se sumerge en el metro perdiéndose entre la gente.
Viajo a Londres con la memoria y la imaginación mientras miro en un mapa la distancia exacta entre dos puntos que ya conozco y a los que quiero volver para fotografiarlos, descubro que lugares por los que he pasado ya muchas veces aún esconden cosas que aún no conocía o no recordaba —un mercadillo de libros junto al río Támesis, un viejo pub medieval escondido en un callejón en pleno corazón de Londres—, y caigo en la cuenta de que cada vez que vuelvo descubro una ciudad diferente, una ciudad que cambia con los años, con los suyos y los míos, y que conserva su misma personalidad, el alma de siempre, la que recuperó de las cenizas del incendio que la asoló en el siglo XVII, la que se reconstruyó después de los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial, la que conocí yo hace ahora ocho años y medio a la vez que los primeros bombardeos caían sobre la ciudad de Bagdad.
En la ficción de mis recuerdos de Londres, había manifestantes frente al parlamento protestando contra de la guerra de Irak, con pancartas, megáfonos, gritando consignas que yo no entendía, pero no sé si en realidad estuve allí o los vi en algún telediario en España. Sé que vi a un hombre haciendo malabares con fuego en una calle cercana a Covent Garden, que me detuve en la esquina de una calle que ahora sé que se llama Jermyn St. a escuchar a un negro que interpretaba Somewhere Over the Rainbow con un saxo, sé que la tarde era triste y que el cansancio me daba una sensación tan volátil como la de la luz que se deshacía ya en el atardecer, y me parece tan irreal que ya no sé si son recuerdos propios y ya desvaídos o escenas de películas que he incorporado a mi memoria.
Me imagino viviendo aquí y el interior de la casa que veo es aquella en la que Ana vivía cuando estudiaba en otra ciudad. Pienso en el metro de Londres y en la sencillez con la que advierten por megafonía para evitar tropezones, mind the gap, y caigo en la cuenta de que no recuerdo si la muchedumbre cansada que viajaba por las tardes en el centro de la ciudad es realmente londinense o tal vez yo la haya incorporado a esos recuerdos del metro de Madrid.
Pero hay recuerdos concretos y al final todo termina tomando un orden. En realidad sí pasé por la puerta del museo de Sherlock Holmes, una mañana, antes de entrar al Madame Tussauds de Londres. El olor a comida india era el de la comida a domicilio que cené alguna vez cuando visitaba a Ana; y el olor de las Millies Cookies, caí en la cuenta tiempo después, lo había descubierto ya muchos años antes, de niño, al pasar junto a una pastelería que había —que quizás aún existe— en la Puerta Real de Granada, en la que horneaban galletas algunas tardes de invierno y dejaban un olor extenso en el espacio de la acera, un olor que yo buscaba a veces al volver a pasar por allí, donde solía ponerse la dependienta con su bandeja de dulces recién salidos del horno, aún calientes.
G.G.Q.
Badajoz, 23 de Noviembre de 2011