Un recuerdo de Semana Santa

[...] unas tazas blancas adornadas con una cenefa de espigas y espirales del mismo color que el café con leche[...] "[...] unas tazas blancas adornadas con una cenefa de espigas y espirales del mismo color que el café con leche[...]"

Durante un tiempo, la Semana Santa olió a las rosquillas con azúcar que hacía mi abuela Rosa, al bacalao que cocinaba cada viernes santo y a veces a torrijas, con menos frecuencia, porque acostumbraba a hacer todo el año picatostes con el pan del día anterior. La comida de los viernes de cuaresma tenía que ser austera y prescindir de la carne por el precepto del ayuno y abstinencia, pero a mí me parecía un banquete porque se comían cosas que no volvía a probar el resto del año.

Ahora, en el fragor de las nuevas tradiciones que se inventan cada primavera, en lugar de reaprovechar lo que sobra de otras comidas, compramos en el supermercado bolsas de pan rallado y esas barras a rebanadas densas y de mala calidad que dicen que son especiales para torrijas. Hay, en el otro extremo, quien elabora un pan casero con masa madre para hacer unas torrijas a las que llaman realfooders. Se ha puesto de moda hacer las cosas antiguas del día a día con pompa de clasismo renovado, llamando en inglés a las tareas domésticas para intentar dotarlas de una especie de exotismo aristócrata: a cocinar para la semana lo llaman batch-cooking, para no desperdiciar absurdamente ha surgido una corriente zero-waste, e incluso hay quien a tender la ropa en lugar de utilizar la secadora lo llama sun-drying. Cada tiempo tiene sus sinsentidos.

Luego vino el olor a incienso. En realidad debió de ser a la vez pero yo lo recuerdo como tiempos distintos. El viernes santo sale una procesión en Granada acompañada por una especie de penitente, si cabe más siniestro, la chía, un personaje como salido de una película de Hayao Miyazaki, que a veces toca una trompeta que introduce por una apertura del cabuz. De niño mi padre me animaba a gritarle, «¡chía, toca!». Era un juego, una tradición de los niños en Semana Santa. Las chías, que eran cuatro, a veces tocaban y a veces no. A mí me aterrorizaban porque aquel disfraz de luto era el anuncio de lo que venía después: la figura de un cristo recién descendido de la cruz, tendido sobre un lienzo blanco, a la vez tan exhausto e inerte que parecía un muerto verdadero. La trompeta de la chía adquiere una presencia imponente que equivale a la guadaña. Hubo una vez que las llamé, «¡chía, toca!», y una chía tocó. Durante unos segundos pareció que no se oía en la calle nada más que el tañido de la trompeta. Me sentí descubierto de repente por aquel ser encapuchado y me pareció que estaba anunciando mi propia muerte.

Al terminar de comer mi abuela servía el café recién hecho en unas tazas blancas adornadas con una cenefa de espigas y espirales del mismo color que el café con leche. El azucarero era un tarro de cristal con una tapa coronada por un cilindro truncado que expendía abundantemente el azúcar blanca. Mi abuelo Tomás fumaba en su sillón. Mis padres y él dejaban caer la ceniza en un pesado cenicero de metal con la forma de una pipa que se iba llenando a lo largo de la tarde. Mi abuela Rosa distribuía en un plato las rosquillas, hechas aquella misma mañana y aún jugosas por dentro. Como decía, aquel fue durante un tiempo el olor de la Semana Santa.

G.G.Q.
Madrid, 3 de abril de 2021