Primavera y el Spleen de París

Yo nunca quise ir a vivir a París, pese a mi inclinación por mudarme con la fantasía a cualquier sitio diferente al de mis rutinas. Y eso que aquella primavera en que nos paseábamos por el canal del Ourcq fuimos tan felices que parecía ciencia ficción: la esfera de espejos, Le Géode, emitía su música futurista junto a las aguas quietas del canal, había un submarino en secano, y ciclistas y estudiantes que sacaban las piernas a broncear. Una tormenta nos había sorprendido por la mañana junto a la Sainte-Chapelle y por la tarde habíamos salido al sol como escargots tras la lluvia.

Pero es que me acuerdo aún de aquel invierno en que no salió el sol en París, la nieve eterna que caía como una ceniza volcánica o como un tóxico que sedimentara en la ciudad. Yo iba a trabajar en el metro y luego volvía de noche paseando, a veces desde Courcelles, a veces de Clichy a Stalingrad pasando por Montmartre. Bon soirée: era demasiado temprano para volver a casa y demasiado tarde para caminar por la ciudad bajo el frío y la nieve. No estaba acostumbrado y me acatarré, o cogí una gripe, y la fiebre me subió a más de 39 durante varios días.

Me acuerdo de todo eso y de la tarde en que leía enfermo el Spleen de Paris en la sala de espera atestada de un médico judío que pasaba consulta en una casa con la fachada en obras cerca de Église de Pantin, justo antes de perder el conocimiento y desmayarme febrilmente, abandonando por unos segundos este mundo y a Baudelaire para siempre: «Il me semble que je serais toujours bien là où je ne suis pas». Caí redondo y al volver no sabía si estaba despertando tumbado en el sofá del despacho del médico o empezando a soñar con aquella casa extraña, como aquella mariposa metafísica del cuento de Zhuangzi. Se me ocurre que todo lo que ha sucedido después en mi vida -la primavera en París, nuestra casa en Madrid, los niños- es un sueño que ocurre en la consulta de aquel médico judío y del que despertaré algún día.

Pese a todo, recuerdo la nieve cayendo al amanecer en el andén al raso de Stalingrad, mientras esperaba el metro con las manos en los bolsillos para dificultar el trabajo de los carteristas, y pienso que echo en falta aquel transbordo, ahora que rutinariamente tomo el tren a Atocha y cambio en el andén 5 o 6 para ir a Sol™. Quizás mañana despierte y en lugar de mi dormitorio vea el rostro del docteur judío que me abofetea para reanimarme y entonces comprenda que he vuelto a un momento anterior a aquella primavera en que la música de una geoda vibraba y el agua del canal parecía no correr, como si el tiempo se hubiera detenido.

G.G.Q.
Madrid, 6 de julio de 2020