Memoria del desastre inmediato
El mecanismo del terror se activa. La periodista narra lo que sabe, sólo lo que sabe. No se aventura más allá —esto ya no sucede así hoy en día—. «Son las nueve de la mañana ahora mismo en Nueva York y las informaciones que nos llegan hablan de un aparato que ha impactado contra las Torres Gemelas». El aparato es un Boeing de American Airlines, pero en este momento no todo el mundo lo sabe: se especula con el accidente de una avioneta. La realidad a veces es inverosímil.
Hay una mezcla de terror manifiesto y de negación deliberada de lo que ya se intuye que está pasando. Al principio todo es confusión. Quienes estaban en el lado opuesto al impacto no vieron el avión y creen que ha debido de ser una bomba. Lo afirman con total seguridad. Desde que el segundo avión impactó no queda nadie que piense que no es un ataque de algún tipo, el terrorismo o la tercera guerra mundial o ambas cosas.
Alguien dice «joder, esto parece Independence Day». Todo nos parece una peli de acción porque en la mayoría de los casos el único contacto que tenemos con la violencia es ocioso. El caso es que todo nos parece una peli de acción Americana. Se rumorea que se acerca un tercer avión hacia las Torres Gemelas. Lo dice un bombero que va hablando por teléfono. Si verdaderamente lo hubiera, nadie lo sabría. Todo es posible una vez que ha sucedido lo inimaginable.
Intentamos explicarnos las cosas conforme suceden, pero construir un relato requiere tiempo e invención y ahora mismo manda sólo lo inmediato. «No se va a caer —se escucha la voz de un videoaficionado que habla con vehemencia—, créeme, sé lo que digo, sé cómo es el hormigón que hay en esa torre y es imposible que la torre se caiga». En la calle, según cuentan, huele a hierro y a carne quemada.
En la base de la torre, un equipo de bomberos estudia la posibilidad de subir a rescatar a alguien. Miran hacia arriba como buscando un camino que en realidad saben que no existe. Suena un golpe. Llegar a los pisos incendiados es imposible. Da la sensación de que no quieren tirar la toalla y se quedan allí, como pasmados. Suena otro golpe. Alguien repara en lo que sucede y lo dice horrorizado: la gente está saltando —se miran entre ellos—, esos golpes… la gente está saltando por las ventanas. El incendio va convirtiendo planta a planta en un infierno y muchos deciden saltar al vacío. Es la imagen que más recuerda la gente: un hombre en el aire cayendo al vacío.
La confusión de los primeros minutos desaparece cuando empieza a hundirse la primera torre. Entonces empiezan las carreras. Una nube de polvo se eleva. Penetra por entre los edificios como un fluido que llena arborificaciones venosas: acelera, dobla esquinas, envuelve a la quien encuentra a su paso y lo asfixia y derriba. El transporte público está cerrado. La gente vuelve a casa caminando en silencio. El cielo tiene un color azúl espléndido. Dentro de la nube de polvo todo es oscuridad.
De repente, aquellos espectadores de las calle aledañas se ven arrastrados al epicentro del caos. «Qué viene ahora, Dios mío», dice alguien. «Parece que todo ha acabado ya», dice otro. «Esto parecía haber acabado cuando se estrelló el primer avión», responde. No parece que vaya a acabar nunca.
Se acaba de saber que un avión secuestrado se dirige a Washington.
Para mí, aquella periodista era Ana Blanco, para otros fue Angels Barceló, o Matías Prats. Tiene algo de estudio sociológico recordar quién te narró el 11 de septiembre. Hay quien tiene el recuerdo preciso de estar en Madrid camino del trabajo a primera hora de la mañana mientras se estrella el primer avión, supongo que porque confunden sus recuerdos con los del 11 de marzo de 2004. Quizás el principal cambio que trajo el 11S es que nos vimos amenazados de manera constante e invisible. Cuando lo trágico sucede durante lo cotidiano, lo improbable se materializa en cada segundo del día a día. En ciertos días es especialmente difícil no pensar que el avión en el que se viaja está a punto de caerse.
G.G.Q.
Madrid, 11 de septiembre de 2021