Escrito en silencio (con final lorquiano)
Subo la cuesta y, pasada la biblioteca, bajo por una callejuela que se va abriendo hacia las afueras, desde donde se ve reverdecer el campo y brotar el manantial de luz del atardecer. Hace ya rato que estoy viendo el sol ponerse. Desde el tren, donde la llanura se iba volviendo rugosa, las últimas luces de la tarde lamían el borde de las rocas más altas. Ahora en el pueblo la persistencia crepuscular parece la pátina de un fogonazo que impregna la retina por siempre, una herida leve. El castillo se ha perdido entre casas de piedra y yo podría no saber donde estoy pero sigo caminando, me muevo en silencio como en ese juego en el que alguien dice:
— El pueblo duerme.
Abajo, cerca de un arroyo, está la casa. Lo anuncian dos faroles leves a los lados de la puerta de madera. Tras la claqueta de la cerradura, los goznes chirrían, la puerta cruje, los escalones crepitan para delatar a quien pasa junto al escudo de armas —o quizás sea un marco sin espejo o retrato—. Duermo en la buhardilla, tengo la quietud de las arañas, la guarida cálida de un roedor extraviado en una habitación en la que hace mucho tiempo que alguien no entra.
La oscuridad respeta el descanso solemne de las vigas del tejado, la sequedad del aire dilata la noche, los postigos cerrados y los párpados abiertos para ver el rectángulo que dibuja el tragaluz: el tragaluz se ilumina como un mecanismo de alerta para anunciar la hora a la que sirven el café. Yo me despierto pensando que hay un caballero que lee al que mataron en la Guerra de Granada: lee, no monta a caballo ni se tiende decúbito supino con la espada abrazada a lo largo del cuerpo vistiendo su armadura y el yelmo como recuerdo de lo que ya no es ni nunca será, sino que se recuesta y lee y eso parece querer decir que la virtud del guerrero existe no solo en la espada sino también en el logos, como en un líder samurai o en un poeta chino de la dinastía Han, igual destreza con el pincel que con la espada.
Lo pienso al despertar y me doy cuenta de que en realidad ya estoy de vuelta en Madrid. Por un momento el silencio hondo de la mañana festiva me ha recordado a la casa recóndita en la que he pasado los últimos días, pero aquí ya surgen sonidos delatores: la perra Luna camina nerviosa porque ya quiere salir, un vecino pasa por la ducha, abajo en la calle baja un coche como una ola de mar que gruñe, y en esta ciudad sin descanso ni silencio me acuerdo, otra vez, sí, otra vez, de Lorca:
No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.
G.G.Q.
Madrid, 2 de mayo de 2022