Esbozo durante un paseo

La mano de un bebé que duerme

Ella empuja el carrito y él se coloca cerca, alza la mano, cambia de lado y busca otra posición, intentando taparle el sol de media mañana al bebé que va en el capazo. Aunque no puedo verlo imagino un recién nacido de piernecillas encogidas y brazos rebolondos que duerme. Ellos podríamos ser tú yo hace unos meses: los segundos hijos nos dejan una inseguridad similar a los primeros y unos rayos de sol o un leve soplo de brisa activan todas nuestras alarmas paranoides.

El tiempo de un soplo de brisa equivale al tiempo que ha tardado Emma en fortalecer esas piernas que ahora corren detrás de su hermano mayor o los labios que se aprietan con una fuerza sobrehumana justo antes de besarme de manera sonora.

En un parpadeo, Óliver, el niño que casi cabía entero en el cuenco tembloroso de mis manos, ya camina junto a mí, viene comigo a hacer recados, se sienta en el tren de cercanías y conversa con cualquiera que se siente junto a nosotros acerca de las minucias del día: el juego de la oca que para él es tan novedoso o el dibujo de Spiderman que lleva en el pantalón.

Leí en algún sitio que durante los primeros meses de vida un niño no se distingue a sí mismo de su madre. Luego, tiempo después, cuando se vea en un espejo, tardará aún en reconocerse. Me pregunto en qué se diferencia, si se puede diferenciar, la realidad del sueño del bebé que viaja arropado en el capazo. Óliver ha aprendido ciertos mecanismos de narración y drama con los que sazona sus charlas. Pregunta cosas, lo pregunta todo poniendo cara de preguntar. Y luego inventa, dice ver lo que no existe poniendo sonrisa burlona de mentiroso y caradura. Es divertido contar, inventar, soñar: cada uno lo hace a su manera a cualquier edad.

Para él el tiempo debe de ser una mentira que hemos inventado los demás, ese extraño lobby de influencia al que pronto empezará a llamar “los mayores”. No hay medida del tiempo cuando leemos un libro que le gusta o cuando vamos al parque de los piratas. Los desayunos de los fines de semana se prolongan sin que nos demos cuenta. Si se encuentra con su amigo del alma Gael, se detienen a hablar y a contarse todo lo que han hecho desde la última vez que se vieron. Quizás esta sea una forma sabia de vivir. Emma, espabilada pero paciente, le observa con atención pero sin prisa por actuar. Lo hará en el momento que crea oportuno. Seguimos tapándoles el sol y protegiéndoles de la más mínima brisa. Los días, las semanas, corren cuando nosotros corremos, como hubiera dicho Ángel González, pero “si vas despacio, el agua se remansa”.

Yo lo sé porque lo he vivido y sigue sucediendo: cuando se pasea una mañana soleada con un niño, el tiempo se detiene.

G.G.Q.
Madrid, 18 de mayo de 2021