Apunte en el olvido
Casi he olvidado el nombre la calle donde estaba la casa en que viví en Plasencia. Ciertamente he olvidado el número. Creo saber a qué altura de la avenida estaba, el bar de tapas que hábía junto al portal y aquel otro bar de viejo de enfrente. Pero el recuerdo ya no es una fotografía, sino un bosquejo, una breve enumeración. El tiempo lo ha ido borrando todo.
Por entonces dormía largo y tendido. Vivía el día a día. Fue la última vez que estuve más de un par de semanas sin trabajar. Era un tercer piso, sin ascensor. ¿Quizás un cuarto piso? Podría dibujar un plano aproximado de las habitaciones, pero sería imposible inventariar el mobiliario, los cuadros en las paredes que seguramente no eran nuestros. ¿Hubo alguna vez una mesa de comedor? ¿Cómo era? Sin duda estaba aquel anaquel donde había yo había puesto mis libros de Machado y de Juan Ramón Jiménez y de Julio Cortázar: lo recuerdo porque una noche nos despertó al caerse. Tengo en la memoria la luz de la campana extractora de la cocina, la hornilla donde calentábamos la sopa las noches de invierno, el sofá que había en lo que se convirtió en el despacho, el dormitorio siempre a oscuras —mentí: ya entonces el insomnio me hacía contemplar la oscuridad durante largas horas—. Había un balcón donde yo salía a fumar a primera hora de la mañana, aunque hiciera frío y lloviera. Echo de menos fumar y echo de menos el frío.
El Parque de los Pinos quedaba cerca, pero para llegar a la entrada había que bajar una cuesta muy empinada. ¿Había una zona de escaleras? Íbamos a la biblioteca municipal a mirar el correo electrónico y luego costaba trabajo subir de vuelta a la hora de comer. Todos los días veíamos el acueducto un par de veces, con lluvia o con sol, la piedra surcando unos jardines, desafiando el paso del tiempo.
Las calles ya no tienen nombre en mi memoria, eran un laberinto en las orillas del tiempo. Los años pasan y el olvido lo va llenando todo: los acueductos que ya no se utilizan son una constatación de las aguas desaparecidas. Lo que recuerdo delimita un vacío insuperable. Casi sin darme cuenta, mi casa se ha perdido para siempre.
Hay una pequeña anécdota, o un cuento breve, acerca del olvido:
Un hombre regresa al barrio en que nació en busca de la casa donde fue criado. Como no es capaz de recordar la calle en la que estuvo su casa, pregunta a un lugareño: quizás por el nombre de su familia pueda orientarle. El lugareño le da unas indicaciones que él, agradecido, sigue. Al poco, encuentra la casa en la que vivió de niño. Lo que no sabe este hombre nostálgico es que el lugareño no conocía el nombre de su familia y mucho menos tenía idea alguna de la ubicación de la casa, tan sólo le dio unas indicaciones arbitrarias para salir del paso y, por azar, estas resultaron ser una guía correcta. Esa es la diferencia entre saber y conocer: el hombre por fin supo encontrar su casa pero no podemos decir que nadie conociera el camino para llegar a ella.
Son similares los azares de la memoria: recordar y olvidar sin conocer el significado de ese recuerdo.
Muchos años después pasé en coche por Plasencia. No recuerdo muy bien dónde iba, sólo sé que tenía que atravesar la ciudad, salir a una carretera nacional, y encaminarme hacia el norte, hacia las montañas del norte de Cáceres. ¿Iría yo en busca de ese otro río Jordán? Por casualidad pasé por la puerta de mi casa: dos edificios muy parecidos, de ladrillo visto, no demasiado antiguos, uno al lado de otro. ¿Cuál de los dos había sido el mío?
Quizás todo lo que hay que saber y todo lo que hay que conocer está ya en la imprecisión de la memoria: de la cocina apenas iluminada brota un olor a sopa desleído como el olor de la lluvia antes de llegar; el despacho, con las luces apagadas, está iluminado tan solo por la pantalla del portátil con alguna película, en frente el sofá con una manta con forma de crisálida donde nos guarecemos; y el dormitorio, siempre a oscuras, donde no te veo, huele a ti.
G.G.Q.
Madrid, 20 de agosto de 2022